domingo, 25 de septiembre de 2016

Pálpito.

Cuando me di cuenta de su ausencia, ya habían pasado meses.

Me fascina esa frase recurrente que todas escuchamos en algún momento de nuestra vida:

"Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde".

Es una máxima que podemos aplicar a cualquier faceta, a la falta de algo o alguien, al desasosiego producido por esa sensación de que algo nuestro, muy nuestro, nos ha sido amputado.

A título propio diré que no duele tanto una pérdida como saber que jamás recuperarás lo perdido. Esa agonía de saber que, todo lo que has vivido con esa parte de ti hasta el momento de la fuga, no volverá.

Te paras a pensar si realmente la historia fue real, en qué momento surge el punto de giro. Tiempo después ya no eres capz de discernir entre lo que ocurrió y lo que tu imaginación ha aportado.

Alguien me dijo una vez que cuando pierdes a alguien a quien has querido de manera incondicional, nunca lo superas. Lo que haces es aprender a vivir con la ausencia de esa persona.

Dejas atrás una vida que construíste cual castillos en el aire. Todo lo que podría haber sido y no fue. Todo lo que prestaste, regalaste, invitaste. Todo lo que sentiste, acariciaste, besaste. Todo cuanto se ha ido deja paso a un dolor que fisiológicamente se explica como síndrome de abstinencia de dopamina.

Nunca te recuperas.
Nunca lo superas.
Aprendes a vivir sin los trozos que te faltan.
Sobrevives.

Sientes vértigo cuando recapitulas y aceptas todo lo que se ha llevado.
Todo eso que no regresará.

Todo.

Todo.

Falta todo.

Sí que cambiamos. Nos reconstruímos. Buscamos piezas que nos faltan y seguimos caminando, cojos, sordos, ciegos.

Idiotas.

Hasta que volvamos a tropezar y no haya sitio para más recambios.




martes, 20 de septiembre de 2016

Rueca.

Se ha detenido el reloj sin saber el motivo.

En medio de la negrura me he oído aullar. Un sonido profundo, gutural, doloroso ha emanado de mi garganta hundiéndome el pecho.
He creído gritar, gritarme, gritarte.
Al intentar tomar aire se me han abierto las costillas, me he perforado los pulmones y el líquido pleural ha salido a borbotones.

Una noche, un día más, te he pedido ayuda de manera desesperada. No he obtenido respuesta más allá de los grillos ocultos bajo las alegrías del balcón.

Menuda paradoja.

Así que me he puesto a escribir, una vez más, buscando un consuelo inexistente a tanto dolor. Un movimiento sutil que me haga huir de este letargo. Una brisa que remueva algo en mi interior solamente para cerciorarme de que sigo siendo sólida, al menos de la manera física.

He tratado de hacer algo bueno de todo lo malo y lo único que he conseguido es una puesta de sol.




sábado, 17 de septiembre de 2016

Fraude.

Siempre me ha sorprendido la cualidad humana de temer a la muerte.

¿Cómo puedes tener miedo de algo que sabes a ciencia cierta que va a ocurrir? ¿De un suceso programado? ¿Cómo puedes tener miedo de una certeza universal?

A lo largo de la vida nos inculcan cómo existir: acción, movimiento, impulso. Desde que nacemos, el único propósito por el que nos movemos es hacer y tener.

"Haz amigos"
"Ten estudios"
"Haz una carrera"
"Ten pareja"
"Haz una oposición"
"Ten un trabajo"
"Haz una casa"
"Ten dinero"
"Haz el amor"
"Ten un hijo"

¿Cuál es el lugar en el que queda nuestra constante -la muerte- mientras dedicamos toda nuestra atención a las variables vitales?

Me doy cuenta de que es la viuda negra. Alguien a quien nadie quiere por el hecho de que transforma todos los esfuerzos de nuestra existencia en un humo que se desvanece. Toda nuestra vida convertida en algo intangible. Una anécdota. Una leyenda que podría ser verdad o no serlo. Algo físico transformado a etéreo. Sublimado. 
Irracional.
Una mentira.
Un cuento infantil.
Una fantasía.

Vivimos tratando de salvar la muerte cuando lo único que ella quiere es salvarnos de la vida.