sábado, 1 de octubre de 2016

Vacuidad.

Te veo llegar. Me ves. Corro hacia ti y llorando me envuelvo en tu cuerpo, rezándole a todo el Olimpo para que no vuelvas a soltarme de nuevo. No como la última vez. No me sueltes.

Átame.

He querido diseccionarte en silencio miles de veces al día durante cientos de días.

He imaginado mi bisturí tras tus orejas, deslizándose de una manera demasiado placentera -si me vuelves a permitir la expresión, a sabiendas de que para ambos el placer no tiene mesura- sobre tu cuello, recorriendo el esternocleidomastoideo en toda su extensión, clavándolo sobre tus clavículas mientras sonrío de manera pérfida -otra licencia que me permitirás- hasta llegar a tu esternón. Puede que entonces levantase un dedo del instrumento para presionarlo sobre tu tórax, siguiendo el trazo, precipitándome a tu abdomen, alabando a tu ombligo mientras recoge, cual ofrenda a Buda, una pequeña cantidad de sustancia roja.
Mi lengua se agrieta clamando la sed, pero el viaje no ha terminado.

Necesito desarticularte.

Profundizar.

Que el filo recorra también tus huesos de la misma manera en que los míos han sentido todo lo que has callado.

Probablemente te bese, otra vez, manchándome el pelo, la cara, las manos y esos sentimientos que desearía no haber tenido nunca hacia ti con tu esencia.
No puedo sentir así.
Tan fuerte de nuevo.

No puedo.

Quizá te acariciase el pelo. Puede que incluso esta vez no te despeinaras mientras con la cuchilla separo tu cuero cabelludo, insertándola entre tu cráneo y el pellejo convirtiéndote en dos colgajos, poco a poco, hasta que tus ojos apareciesen como las estrellas principales de ese espectáculo grotescamente romántico.

Tus ojos.
Tus ojos.
No sabría qué hacerles.
Una mirada inexpresiva, sin vida, totalmente vacía.

Una mirada que he visto en silencio miles de veces al día durante cientos de días.

Te olería. Olería cada poro, cada fluido, cada pliegue. Recorrería toda la dimensión de tu anatomía con la yema de los dedos, arañándote de vez en cuando, rumiándote alguna canción de Portishead, chapoteando en una danza tribal premeditada, nocturna, pagana. El rojo de mis labios no será carmín, escarlata ni rouge noir.

Te demostraré que te quiero de la manera más pura: haciendo un templo de tu cuerpo.

Más todavía.



Pero primero,
pídeme que vuelva.



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